viernes, 14 de octubre de 2016

Lobos

La jauría se ha detenido un momento. El bosque, ahora calmo, escucha atentamente el salpicar del agua mientras decenas de hocicos sacian su sed, dándome tregua para al menos recuperar el aliento.

Soy su presa.

El invierno ha sido crudo, y la manada ha sentido en carne propia la rudeza de la escasez. Tétricos huesos resaltan sobre opacos y gastado pelajes, y las grises costras que tatúan sus patas, susurran al viento la historia de la cruel realidad en la que la vida los ha abandonado a su suerte.

Una rama cruje y la persecución se reanuda.

Corro.

Entre árboles milenarios y arbustos ahogados en verde, voy evitando los sablazos de ramas y piedras. Los que esquivo, sisean tras mis orejas, mas los que impactan, van dejando finos colmillos grabados en mi piel.

La jauría se acerca y sus bramidos retumban por el bosque como hojas que cortan charcas al caer. Sus patas van marcando un camino entre el crujidero de hojas secas, salados quejidos que se van atando a sus aullidos, aullidos de rabia, de rencor, que me hacen sentir en la nuca el desquicie de sus miradas y hacen escapar de los arboles a los únicos testigos de mi huida.

El bosque amaina y, por instinto, mis pies se clavan en el suelo al tiempo que una suicida gota de sudor se arroja al barranco que me corta el paso.

Estoy atrapado.

Cada vez están más cerca.

Decisiones. 

¿Saltar al vacío o quedarse a ser devorado?

Tiemblo, con un bosque en el pecho y abismos a la deriva.


Antiguo escrito, del 2013
El Gajos

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